Muchos mariñanos marcharon a América por el efecto llamada. Reclamados por familiares o vecinos a los que les iba bien o fascinados por el exhibicionismo de indianos adinerados. Pero pronto comprobaron que realidad y deseo no siempre casan y algunos quedaron ya para siempre derrotados. En un solo año, el de 1895, varios emigrantes de Viveiro conocieron esa otra cara de la luna. Uno murió tísico, otro se suicidó, un tercero fue asesinado y un vecino de Covas sufrió cárcel durante meses, de modo arbitrario… Claro que en la comarca no había muchos motivos de esperanza: aquel año, cinco marineros de Celeiro murieron al naufragar frente a la isla Coelleira.
José Gómez Rolle era de Covas (Viveiro) y regresaba definitivamente de La Habana el 31 de agosto de 1895 a bordo del vapor francés Washington. Unos días antes, el Juzgado de Matanzas (Cuba) remitiera un telegrama al Ministro de Ultramar para que detuviese a un sujeto, acusado de robo y estafa, llamado Manuel Casiano Gómez, que embarcara el 16 de ese mes en Saint Nazaire bajo el nombre de Manuel Gómez. Tan pronto el barco arribó en A Coruña, el gobernador, Santiago Moncada, ordenó al inspector, Domingo Valcárcel, subir al buque y detener al citado individuo. El policía cumplió la orden. Y, tras enterarse quienes eran los pasajeros, detuvo a Gómez Rolle y le incautó los efectos que tenía en su poder, sus ahorros tras años en La Habana dedicado a vender refrescos y llevar agua en un carro a domicilio.
El viveirense defendió su inocencia. Nunca había estado en Matanzas y su físico nada tenía que ver con la descripción que el juzgado hacía del delincuente: su pelo era castaño y sin canas, y no negro y con ellas; no tenía, como el otro, “hoyuelos de viruelas”; era alto y no fumador y el estafador, bajo y con dientes negros por el tabaco… No le sirvió de nada. La policía lo encarceló junto a un amigo y socio que viajaba con él ?José Rodríguez- sólo por apellidarse Gómez, como el reclamado.
Su situación empezó a dar vueltas, como un caballito de tiovivo. Un pariente presentó su partida de bautismo. Su desconsolado padre acudió a cuantas instancias pudo. Dos coruñeses ?el farmaceútico Osorio y el comerciante Martínez Pérez- atestiguaron su honradez. Pero pasaban días, meses, y él seguía en prisión, anonadado, deprimido, entre delincuentes. La policía no se apeaba de su error. Hasta que una foto suya, remitida al juez de Matanzas, lo aclaró todo. El magistrado contestó que “este individuo en nada se parece al estafador de quién se trata”. Quedó libre en enero. Nadie se disculpó ni lo indemnizó ni restituyó su honor perdido. No paliaron la angustia de su familia ni aliviaron sus vejaciones y tormentos. La ley era algo con lo que muchos se llenaban la boca pero que se abstenían de practicar. En 1895 emigrar implicaba exponerse a vientos y tormentas sin medida ni control.
Cinco marineros de Celeiro murieron ahogados frente a la isla Coelleira
En 1895, la emigración era un camino incierto y espinoso. Pero la comarca no ofrecía mejores perspectivas. El cierre de Sargadelos, la crisis del agro y de la pesca, el hambre, el atraso, el caciquismo provocaban una creciente emigración.
El 18 de junio de 1895, por ejemplo, salió de Celeiro una lancha con siete hombres para recoger unos rascos o aparejos para pescar langostas. El mar estaba tranquilo, izaron la vela y, excepto el timonel, se echaron a dormir. El piloto amarró la escota de la vela a un tolete y fue navegando, sin novedad, hasta el Mar Dourado, entre el Cabo de Bares y la isla Coelleira. Entonces, una violenta racha de viento hizo zozobrar la embarcación. Los siete marineros lucharon por salvarse, nadando y agarrándose al palo de la vela durante horas. Hasta que este rompió y el movimiento de la lancha sepultó en el mar a cinco de ellos.
Antes, en interminables horas de agonía, mientras hacían desesperados esfuerzos por salvarse “se pidieron perdón mutuamente, rezaron cuantas oraciones sabían, despidiéronse unos de otros y cada cual encargó al que lograra salvarse que llevara un eterno adiós para padres, hermanos, hijos y amigos”, decía La Voz de Galicia del día.
Murieron en aquel suceso José María Núñez Díaz, de 60 años, viudo, con siete hijos; Lorenzo Santos, de 65, con seis hijos y padre del patrón; Francisco González Balseiro, de 56, casado con una mujer enferma y un hijo; Tomás Baltar, casado, de 36 años con cuatro hijos de tierna edad; y Francisco Losada Maristany, soltero, de 24 años, que vivía con su madre. Se salvaron José Antonio Sánchez Fernández, de 31 años, casado, y José Antonio Albo Maristany, soltero, de 19. En A Mariña, entonces, el mar era el único camino…
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Un vecino de Xerdiz murió tísico y otro asesinado por su compañero
La muerte también acechó a dos vecinos naturales de la parroquia de Xerdiz (Ourol). Uno, Juan Fernández Fiuza (u Oroza) tenía 30 años, era expendedor de leche y residía en los fosos de la Fortaleza de la Cabaña con Antolín Manzón Zarza, de 18 años, cubano. Según el Diario de La Marina, residían cerca de la puerta de San Leopoldo de dicha fortaleza, “en una habitación especie de establo para ganado vacuno”. El 29 de mayo de 1895 apareció muerto por arma de fuego. Ni el cabo ni el centinela de guardia sintieron detonación alguna. La policía sospechaba que el criminal fuese el joven Manzón “cuya captura se procura”, decía la prensa de la época.
El otro, Antonio Hermida Chas, de 17 años, llegó muy enfermo a A Coruña en abril de 1895 a bordo del vapor Santo Domingo. Se hospedó con cuatro amigos en la casa de Daniel Cao, en el número 3 de la calle Borbón. Al día siguiente, al bajar las escaleras apoyado en su amigo Francisco Rodríguez, también de Xerdiz, para dirigirse a la estación y subir al tren de Lugo, se sintió desfallecer, se sentó en un peldaño y murió. Tenía tisis pulmonar y La Beneficiencia Gallega le costeara el tratamiento y el viaje. Había trabajado de aprendiz de dependiente en un comercio de lencería y, por todo capital, traía una maleta con algunas prendas de ropa, pocas y usadas.
Patrimonio incautado y un joven suicidado tras visitar a su tío
La presión de la prensa gallega y cubana fue decisiva para lograr la libertad de Gómez Rolle y la descripción que hizo del patrimonio que le incautaron al detenerlo da idea de lo que podía conseguir entonces un emigrante tras años de trabajo en Cuba.
Le confiscaron una letra de cambio de 500 pesetas por cobrar, a favor de José Rodríguez; un pagaré por 316 duros expedido por José Rego, por cobrar; dos billetes de lotería; tres letras de cambio, por 55 duros cada una, expedidas en La Habana en 1892, 1893 y 1895 a favor de Josefa Martínez y giradas por Antonio Rodríguez, cobradas; una licencia a favor de Antonio Rodríguez Vidal; 180 monedas de 25 pesetas cada una; un giro de 900 duros contra la casa Borges y Cía; un reloj y una cadena de oro, una leontina y una botonadura de doublé, un monedero de plata; un alfiler y tres pares de pendientes de oro. Según la prensa, cuando recuperó ese patrimonio, faltaban dos pares de pendientes, algunas monedas y la cadena de oro…
Pero, al cabo, Gómez Rolle pudo contarlo y regresar a Viveiro. No sucedió así con Manuel Rodríguez Carballés, un joven de 18 años que, tras ser llamado por su tío a la casa-habitación de este en la calle Inquisidor número 3 y, tras conversar un rato con él, se subió a la azotea, se pegó un tiro y cayó ante los ojos atónitos de Aurora Quelle, una vecina que contempló el drama…