Los emigrantes sufrían abusos antes de embarcar con destino a América

Jorge Lamas Dono
jorge lamas VIGO / LA VOZ

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A comienzos del siglo XX, Vigo fue la principal vía de salida de españoles que buscaban un porvenir al otro lado del Atlántico

28 ene 2024 . Actualizado a las 09:58 h.

El último mono. De esta forma tan coloquial, denominaba un periodista de Noticiero de Vigo a los emigrantes que eran timados a varias bandas antes de embarcar en el puerto de Vigo con destino a sus nuevos futuros más allá del Atlántico. La calificación, carente de tono despectivo, se argumentaba con la situación que se planteaba cuando los pasajeros embarcaban. Hasta avanzada la década de los años cuarenta, el puerto de Vigo careció de muelles de embarque para pasajeros. Los barcos fondeaban a varios metros de distancia de tierra firme y los pasajeros eran transportados en gabarras y botes.

El 30 de octubre de 1912, el periódico Noticiero de Vigo reflejaba la situación de una forma muy gráfica, y un poco cómica, aunque el asunto no tuviera mucha gracia y, menos todavía, para aquellas gentes, que abandonaban sus tierras y que contaban con el dinero justo para emprender tan largo y aventurado viaje.

El periodista en cuestión planteaba una escena en el muelle de Vigo en la que participaban un botero, que era quien conducía el bote de transporte, un empleado de una agencia trasatlántica, un empleado de la Junta Local de Emigración, un cojo (sí, literalmente), algunos marineros y un nutrido grupo de curiosos.

Cada uno de ellos, en aquella discusión -ficticia o no, pero sí publicada en el mencionado periódico_ aportaba su punto de vista de la situación a la que eran sometidos los emigrantes durante ese traslado desde el muelle al barco. El botero se quejaba de que la Comandancia de Marina no les deja trabajar con mal tiempo y, en calma, tampoco. Añadía el periodista que la argumentación del botero iba acompañada de «gruesas blasfemias».

El empleado de la agencia de viajes aseguraba cumplir con su deber, avisando a los emigrantes de que podían ir gratis hasta el barco en el vapor que ponía a su disposición la compañía. «Si después del aviso quieren contratar bote aparte, que lo hagan, pero luego no se llamen a engaño», explicaba.

El engaño del botero

Por su parte, el empleado de la Junta Local de Emigración, entidad que velaba por los intereses de las personas que abandonaban el país, explicaba que los emigrantes tenían derecho al transporte gratuito, pero que, en muchas ocasiones, recibían quejas a bordo de que habían tenido que pagar el viaje hasta los trasatlánticos. El marinero daba, posiblemente, la visión más real del problema. «Lo que ocurre es que los boteros dicen que su bote es el de la compañía; otras veces, he visto contratar la travesía hasta el buque a real por persona y, luego, cobrar a peseta. La culpa es de los boteros y toda de ellos», afirmaba el marinero.

En ese momento, según relataba el periodista, intervino un espontáneo, diciendo que las compañías cometían abusos graves al cobrar a los pasajeros por los equipajes. El empleado de la agencia lo negó y llamó embustero al acusador.

¿Y el cojo? «Cobran por esos equipajes cuando van en el vapor de los pasajeros; que los manden en las gabarras de carga y nada pagarán los emigrantes», apuntaba el hombre, mostrando su conocimiento de la situación.

«Y nosotros nos alejamos del escenario pensando en que quien paga siempre los vidrios rotos es el último mono y, en la necesidad de tomar medidas por quien corresponda para evitar que el emigrante una a la tristeza causada por abandono del terruño, la indignación producida por el saqueo de que es víctima, hasta la última hora de abandonar su patria», concluía el periodista, no sin recomendar a la Junta Local de Emigración que controlase la situación, poniendo personal en el lugar.

La escena reflejaba a la perfección un abuso característico y habitual que sufrían los miles de emigrantes que acudían a Vigo para embarcar con destino a América. Hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, el puerto olívico fue la principal vía de salida para aquella corriente de personas. El segundo era el puerto de A Coruña y después le seguían otros, como Barcelona o Cádiz.