El arousano que hizo fortuna entre los pozos de petróleo del Orinoco

Rosa Estévez
rosa estévez VILAGARCÍA / LA VOZ

VENEZUELA

MONICA IRAGO

Manuel Nine emigró a Venezuela y creó una potente empresa de maquinaria

11 feb 2023 . Actualizado a las 18:55 h.

No tuvo una infancia fácil. Más bien, todo lo contrario. «Mis primeros años fueron amargos», recuerda Manuel Abuín Nine. A sus noventa años mira hacia atrás y recuerda la infancia de frío y necesidades de la posguerra, que era aún de más frío y más necesidades para quien, como él, era hijo de un represaliado por el franquismo. No es de extrañar que empezase pronto a pensar en marcharse de aquí. «No había futuro», señala, así que empezó as barruntar la posibilidad de buscarse la vida al otro lado del Atlántico. En cuanto le salió la posibilidad de coger un barco, no se lo pensó dos veces y en menos de una semana tenía hecho el petate y se puso en marcha. Venezuela lo esperaba, llena de oportunidades que supo aprovechar. «Yo allí nunca me sentí emigrante», asegura. «Para mí era como haberme ido a cualquier otro sitio de España».

Nacido en A Illa de Arousa, Manuel hizo su primera parada en ultramar en Caracas. Allí trabajó en todo lo que hizo falta: fue barman, fue cocinero y acabó en la oficina de un contable. No se imaginaba, entonces, que su empecinamiento en aprender a leer balances iba a ser determinante en su vida. Lo sabría después, cuando decidió moverse e instalarse en lo que hoy día es Ciudad Guayana, en el estado de Bolívar, una de las ciudades más pobladas del país, nacida de la fusión de Puerto Ordaz y San Félix. El paisaje que se encontró Manuel no tenía nada que ver con el presente. Entonces, San Félix era «un pueblito con casas de madera... Parecía sacado de una película del Oeste». Mientras, «Puerto Ordaz era un campamento de gringos», unos pocos cientos de trabajadores de compañías atraídas por la riqueza de un territorio fértil «en todo mineral habido y por haber». «Aquello era un Babel. Había compañías americanas, alemanas, españolas, belgas...», recuerda Manuel, que llegó hasta allí para trabajar en una empresa que estaba construyendo la primera gran presa hidroeléctrica de Venezuela en el río Caroní, un afluente del Orinoco. «En el campamento había de todo; la comida llegaba todas las semanas desde Miami», recuerda.

Es curioso. Manuel, que en Santiago de Compostela sentía «que me faltaba el mar», se aclimató enseguida a aquel espacio, en el que el Orinoco sustituía a la ría. Un espacio selvático del que no recuerda apenas incomodidades. «No hay que exagerar», dice. Los mayores problemas, narra a continuación, eran los animales salvajes que rondaban por el entorno, aunque «lo peor de todo era la malaria por culpa de los mosquitos. Pero había mucho control, y todas las semanas un camión pasaba fumigando».

En aquel lugar en constante crecimiento, en imparable cambio, construyó Manuel su vida. Pasó por varias empresas, siempre escalando puestos a base de curiosidad y trabajo, y acabó teniendo la suya propia: había estado empleado en una firma de maquinaria y cuando murió su jefe, esta acabó naufragando ante las idas y venidas de los herederos. Con un socio venezolano decidió meterse en el negocio. «Hacía falta mucho dinero, pero decidimos arriesgar, nos presentamos para un pequeño contrato, y nos lo concedieron». Y entonces, «tú ibas con un contrato a un banco o a una firma comercial y, si tenías buena reputación, te daban lo que necesitases. Luego, íbamos pagando a medida que íbamos teniendo trabajo».

Un mapa familiar: una de sus hijas se llama Arosa y otra Galicia

Aún era joven Manuel cuando, estando en su rincón venezolano, enfermó. «El médico me dijo que tenía que cambiar de aires», y decidió aprovechar la ocasión y visitar Buenos Aries, ciudad a la que había emigrado Sara, su novia de A Illa. Allá se fue, allá se reencontraron, y allá decidieron empezar su vida juntos. «Ella tardó un tiempo en ir a Venezuela», explica Manuel. En ese intervalo nació su hija mayor, Ana. La familia bromea diciendo que «salvouse de que el non estivera cerca» cuando fue bautizada. A su siguiente hija la llamó Arosa, y a la tercera, Galicia. Aún iba a incorporarse a la familia una cuarta mujer. «Yo tenía una cuadrilla de amigos, todos españoles, y cuando iba a nacer la niña decidí que cada uno propusiese un nombre. Uno propuso Marbella». Y la democracia hizo el resto, cuenta Manuel con una sonrisa.

Ahora, Arosa y Galicia viven en Vilagarcía, como él. «Me he enamorado de esta ciudad. Si eres jubilado, es un gran lugar», señala. Y vuelve a sonreír. El gesto se le acentúa cuando le pedimos que hurgue en su memoria para hablarnos de las becas que daba su empresa. «Es algo que hice para saldar una deuda con migo mismo. A mí me hubiese gustado tener estudios y no pude», así que intentó dárselos a los demás. «La verdad es que luego, a lo largo de la vida, me he ido encontrando a gente que habíamos becado en puestos importantes de todo tipo de empresas», relata. Y ese recuerdo vuelve a hacerlo sonreír.

La apuesta fue arriesgada, pero valió la pena: su empresa acabó especializándose en hacer «mudanzas» de todas las estructuras que rodeaban los pozos petroleros. «Al Norte del Orinoco, en el estado de Monagas, está la reserva más grande del mundo», cuenta Manuel: a su empresa no le faltó el trabajo ni un buen campo en el que crecer. Y vaya si lo hizo. «Las mudanzas se hacían en camiones muy grandes. Tenían que cruzar por pueblitos muy pequeños, y a veces se llevaban el tendido eléctrico. Por eso siempre había que llevar plata encima para pagar los daños que se ocasionaban», recuerda el empresario. Aquellos fueron años de felicidad, y eso que «no tenía horarios, trabajaba veinticuatro horas los 365 días, porque el petróleo no podía parar».

Manuel recuerda la primera computadora que tuvo en su empresa, que «era un armatroste». Cuando su socio falleció, sus hijos quisieron marcar el rumbo de la empresa y el arousano decidió apartarse. Ya tenía más de sesenta años, así que prefirió quedarse con parte de la maquinaria y los talleres y seguir solo. Así lo hizo, hasta que llegó el gobierno de Chaves y mandó parar. «Comenzó a nacionalizarlo todo. Al principio yo lo tomé como una cosa pasajera, pero no lo fue. Aguanté todo lo que pude mi empresa, pero al final tuve que empezar a venderlo todo...». No duda en calificar de «amargo» el final de su larga aventura venezolana. Hace unos años regresó a Galicia porque su mujer, Sara, no le dio muchas alternativas. «A mí me daban un poco de miedo los inviernos gallegos», bromea.