Un viaje de medio siglo entre Amberes y Arousa para dar las gracias al hombre que le cambió la vida
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En los 70, Mario, un emigrante uruguayo en Bélgica, topó su primer trabajo gracias al dueño del Bar Vilagarcía; ambos se han reencontrado esta semana
31 mar 2024 . Actualizado a las 12:47 h.Una mochila cargada de recuerdos y unas cuantas fotos. Ese era el equipaje con el que Mario González inició esta Semana Santa un viaje hacia su pasado: quería encontrar a Manolo, el hombre que hace medio siglo, «sin apenas conocerme, me ayudó a encontrar mi primer trabajo y me dejó dinero para que pudiese comprarme un pasaje». De Manolo tenía pocos datos: sabía que vivía en la zona de Vilagarcía, pero no tenía ni su dirección ni más que los recuerdos de una fugaz visita que le hizo hace más de cuatro décadas. «Lo que mejor recordaba de aquel viaje es que había venido con mi madre, que se había roto el tobillo y lo tenía muy mal», cuenta el uruguayo. Así que Manolo no dudó en llevarlos a Ventura, un componedor de Catoira que con sus buenas mañas dejó boquiabierto al joven uruguayo. Por eso, cuando no encontró pistas de su amigo en la capital arousana, se dirigió a la localidad vikinga y comenzó a preguntar por él. «Y un señor me dijo: si quieres encontrarlo vete a hablar con Fernando, el del Galeón Vikingo». Hizo bien siguiendo aquel consejo: «Compartín a foto no grupo da Memoria Fotográfica de Catoira e enseguida me chamou un home de Cordeiro que coñecía a Manolo, que fóra durante anos condutor de autobús aquí nesta zona». Tras la magia hecha por las redes sociales, este martes, a mediodía, Mario y Manolo se volvieron a ver las caras. Y comenzaron a contar una historia que parece sacada de una película de héroes anónimos, de buenas personas.
En 1964, un joven Manolo Cores se marchó a Holanda. «Estuve dos años allí, pero quería que mi mujer fuese también para allá y en Holanda ponían muchas trabas». Así que dio el salto a Bélgica, hasta donde viajó también su esposa. Asentados en Amberes, él trabajaba en distintas empresas y por las tardes echaba una mano en el bar que había abierto su mujer. Se llamaba Bar Vilagarcía y estaba en el centro de la ciudad. «Era un local muy conocido por todos los españoles, y en general por todos los extranjeros que llegaban a la ciudad», cuenta Manolo. El negocio fue creciendo —el bar acabó asociado a un hotelito con 25 camas— y él acabó dejando sus trabajos de operario para concentrarse en una empresa que iba viento en popa.
Fue antes de que diese ese paso cuando comenzó a pasar por el bar un joven uruguayo que «había hecho el petate» y se había ido de casa para buscarse la vida. «No es que parase regularmente en el Vilagarcía, pero un día estuve allí y le conté a Manolo que se me estaba acabando el dinero y que no encontraba trabajo». No se imaginaba, cuando daba tales explicaciones, que su vida iba a cambiar. «Manolo me dijo que si quería trabajar, él me buscaba un barco para que me enrolara». Desde el otro lado de la barra, cuenta Manolo, «yo lo que veía era un chavalín con mucha preocupación; quería buscarse la vida y no tenía medios. Así que le localicé un barco y lo mandé a Hamburgo». Mario no tenía dinero suficiente para pagarse el billete hasta Alemania. «Y él, sin apenas conocerme de nada, me dejó el dinero», relata, aún asombrado ante la generosidad de aquel «casi desconocido con el que solo me decía hola y adiós».
«Eran unos tiempos en los que había mucha necesidad y había que ser solidarios los unos con los otros», razona Manolo. A lo largo de su vida profesional había hecho muchas amistades y siempre había algún barco belga en el que se necesitasen manos. Por eso, si alguien necesitaba su ayuda, él movía sus hilos e intentaba prestársela. Y es que cree en la gente: «Una vez, un huésped francés estuvo meses intentando encontrar un trabajo, pero no dio con él. Se marchó y me quedó debiendo mucho dinero, pero prometió que volvería. Pasó mucho tiempo y yo ya daba el dinero por perdido, cuando un buen día entró por la puerta, acompañado por una chica. Venía a pagarme», relata Manolo.
Mario lo escucha sonriente. «Era un hombre muy bueno, muy generoso. Ayudó a mucha gente», cuenta con la voz embargada de emoción. «Yo le debo mucho: le debo mi primera oportunidad laboral, que me sirvió de mucho porque desde entonces me pude ganar muy bien la vida. Y además, gracias a él, mi madre sigue caminando a día de hoy. Si no llega a ser por él...». Por eso, dice, «tenía que encontrarlo. Quería volver a verlo y volver a darle las gracias».
Vuelta a casa en los setenta y un sueño cumplido: ser conductor de autobús
Mario cogió el tren a Hamburgo y se enroló en el Badagri, tal y como había previsto Manolo. A bordo de aquel barco conoció a Carlos y Benito, dos rapaces gallegos con los que también hizo una gran amistad. Tan grande, que durante esta Semana Santa también ha visitado O Morrazo en su búsqueda. «Conseguí estar con Carlos, pasamos una tarde maravillosa hablando. Por desgracia, Benito ya no está con nosotros», cuenta.
Según su relato, después de varias singladuras volvió a Amberes para ver a Manolo. Pero el bar Vilagarcía estaba cerrado. Su dueño cuenta: «Mi hijo mayor tenía quince años y empezaba a andar con chicas. Y yo pensé: si se me casa aquí, ya no vuelvo más [a Galicia] y yo no quería quedarme en Bélgica». Bélgica, puntualiza Mario, es un gran lugar para vivir, con unas magníficas prestaciones sociales. Pero a Manolo la morriña lo arrastraba a casa, así que retornó a Vilagarcía a finales de la década de los setenta. «Cuando llegué estaban traspasando el Entra y Verás, que era un bar muy conocido, y un amigo mío me dijo que lo cogiese. Le dije que ni de broma, la hostelería es muy esclava», relata. Así que decidió buscarse la vida en otro lado: «Cumplí mi sueño de ser conductor de autobús. Desde pequeño quería dedicarme a eso». Durante muchos años hacía las rutas escolares de Catoira. «Trabajaba mucho por toda esa zona», dice. De ahí que fuese tan rápidamente reconocido, tan rápidamente localizado.
Ya de vuelta en España, recibió una visita de Mario y de su madre. Pero después de aquello, los dos hombres se perdieron al pista: los mismos caminos que se habían cruzado iban, ahora, a separarlos porque cada uno tenía un rumbo distinto. Mario, navegó y acabó trabajando como relaciones públicas en el aeropuerto de Barcelona, atendiendo a personalidades del mundo de la política y la farándula. Manolo, dejando un recuerdo indeleble entre tantas y tantas personas que viajaban en su autobús bien para ir al colegio, bien para asistir a las grabaciones de Luar.
El tiempo pasó, y pasó, y pasó. Y casi cincuenta años después de su primer encuentro, Mario decidió este año cumplir una asignatura que sentía pendiente: volver a encontrarse con aquellos gallegos que en los años setenta tanto bien le hicieron. La misión está cumplida, las gracias dadas, y las puertas para seguir manteniendo el contacto y la amistad, abiertas de par en par.