Cientos de mariñanos fueron durante 300 años a la migración temporal de la siega en Castilla

Martín Fernández

ESPAÑA EMIGRACIÓN

Segadores de A Órrea, Riotorto, en 1933
Segadores de A Órrea, Riotorto, en 1933 ARCHIVO FOTOGRÁFICO DE MARTÍN FERNÁNDEZCEDIDA POR ÁNGEL VILLADA

Trabajaban de sol a sol, marchaban unos meses, ganaban algunos reales y volvían

07 feb 2022 . Actualizado a las 14:08 h.

Era una migración estacional o golondrina. Marchaban unos meses, ganaban algunos reales y volvían. Así sucedió durante tres siglos, desde el XVII hasta 1950. Cientos de mariñanos —de Ribadeo, A Pontenova, Trabada, Mondoñedo y Riotorto, sobre todo— fueron segadores ocasionales en Castilla. Algunos quedaron allá, otros volvían enfermos, los hubo con buenas experiencias y pocos, como el mindoniense Díaz Cayón, primero fue niño de siega y luego millonario y filántropo.

El proceso se iniciaba cuando algún segador recibía carta de un castellano que le apalabraba trabajo. Entonces —finales de abril o mayo— formaba una cuadrilla con un mayoral, 12 fouciños y cuatro niños para dar servicio y atar mollos. Marchaban a pie con saco y palo a la espalda, sombrero portugués, grandes zuecos y hoz en la cintura. Cuando llegó el tren, viajaban en 3ª con tarifa especial para temporeros agrícolas.

Solían salir el Día de San Antonio (13 de junio) —«Por San Pedro, el trigo castellano segador quiere con la hoz en la mano», dice el refrán — y regresaban a finales de agosto. Un informe de 1767 da la cifra de 25.000 al año, en la Descripción del Reino de Galicia en 1775 se habla de 40.000 y Murguía, Bernaldo de Quirós y otros creen que entre 30.000 y 50.000 gallegos iban cada año a esa migración anduriña que duró tres siglos. Las rutas de ese tráfico humano, según Alfonso Vázquez, eran cinco. Por Lugo, el camino real utilizado por gentes de A Mariña y Terra Chá, y el francés, para los de la zona central. Los otros eran por Pontevedra y Ourense. Llegaban a Medina del Campo, Segovia, Ataquines, Madrid, Toledo, Extremadura... Desde el siglo XVI iban mujeres pero en el XVIII la Iglesia lo prohibió por inmoral.

Trabajaban de sol a sol

Trabajaban de sol a sol. El mayoral abría el corte, detrás los segadores y, tras ellos, los niños atando gavillas. En la temporada, Galicia ingresaba unos 300 mil ducados al año, los jornales de los emigrantes: un promedio de 10 ducados y un vestido por cabeza.

Carlos Veiga en su Segadores de Órrea en Castela cita varios de esa parroquia —Pepe de Dios, Aladino de Borducelo, Xaime de Venancio, Benigno de Culán...— que acudían a la siega. Otros no volvieron. El historiador mindoniense Andrés García Doural relata que en 1862 marchó una cuadrilla de Vilamor formada por el mayoral Francisco Otero (de Vigo) y, entre otros, los hermanos Francisco y Antonio García, de Cimadevila. Antonio enfermó y aunque su hermano se quedó para cuidarlo, murió a los 46 años. Dejó esposa, María Díaz González, y ocho hijos de corta edad. El cura, José Benito Cupeiro, pidió testificar al mayoral y a otro miembro del grupo para certificar la defunción.

Algún segador tuvo buenas experiencias. ‘Ángel Ocampo, de A Pontenova, viajó con 13 años con unos tíos y luego siguió acudiendo durante 20 años que marcaron su vida y le dieron experiencias que cuenta a familiares y amigos…

La literatura y la prensa recogen frecuentes malos tratos, desprecios, fumigaciones y robos

Por lo general, la situación de los que iban a la siega era casi dramática. Rosalía, en su famoso Castellanos de Castilla escribió «Van probes e tornan probes/ van sans e tornan enfermos/ que anque eles son como rosas/ tratádelos como negros». Ese mismo dramatismo lo reflejaba el ourensán Estévez Cao: «Cando vexo pasar un galego/ cun sombreiro de palla e fouciño, / xa comprendo que vai a Castela, / como res que levan ó martirio./ (….). /¡Encorbado gana mil cartos,/ mais a frebe comeuno enseguida!./ Enterrárono no medio do campo/ e sirviu de abono pra Castilla».

El castellano Lafuente tambien aludía a los sufridos braceros y destacaba el desprecio que suscitaban: «Venga el gallego a segar,/ miserable jornalero,/ que los hombres de Castilla/ tienen el trabajo a menos». El mismo desdén aparece en el humillante refrán castellano de la época: «Madre, ¿qué les damos a los gallegos?. Cada vez menos, que ellos se van y nosotros quedaremos»…

A lo anterior, se unían los frecuentes robos. El verinense José Mª Pereda relata el regreso de una veintena de segadores que fueron atacados en el camino por cuatro asaltantes que, tras encañonarlos con revólveres, les arrebataron el dinero. Al denunciar el caso ante la Guardia Civil, el sargento le preguntó al mayoral: «¿Cómo siendo ustedes veinte y sólo cuatro los asaltantes se dejaron robar?». Al pobre mayoral sólo se le ocurrió decir: «É que nós viñamos solos, señor…».

Las enfermedades

Las enfermedades eran habituales. El Regional, diario de Lugo, escribía el 20 de agosto de 1885: «Llegan los coches de 3ª atestados de infelices segadores que bajaron a Castilla en busca de pan y suelen regresar con la muerte en el hatillo. En Pedrafita y Monforte se detienen los trenes dos horas para desinfectar equipajes y fumigar a los viajeros…»

Un niño de Alfoz abandonado y otro de Mondoñedo millonario y filántropo

En 1908, El Correo de Galicia informaba que un niño de 12 años, Antonio Iglesias, natural del «Alfoz del Valle de Oro», formaba parte de una partida de segadores que había llegado a Madrid de paso para Alcobendas. Tras concluir su labor, la cuadrilla regresó a Madrid para volver a Galicia. Al mayoral —«que debe ser un explotador de criaturas», dice— le estorbaba el niño y decidió dejarlo en la Corte para ahorrarse el importe de su billete de ferrocarril. Le dio una perra chica, lo subió a un tranvía en la Fuentecilla y le dio esquinazo. El niño anduvo errante y hambriento durante cuatro días por las calles hasta que dos guardias lo encontraron desfallecido. Lo llevaron ante el comisario general de policía y allí el muchacho contó que no tenía más familia que su padre, que había emigrado a Buenos Aires tras dejarlo abandonado.

El comisario —«un gallego tiernamente prendado de su país»— se apiadó de él, ordenó que le diesen de comer y —según El Correo— «se propone darle una plaza de botones» lo que, según la publicación, es «un hermoso ejemplo de solidaridad regional que hace honor al inteligente y honorable jefe de policía de la Corte».

Otro niño de Mondoñedo tuvo más suerte. Su historia también la recuperó Andrés G. Doural. Se llamaba Baltasar Díaz Cayón y, tras fallecer su madre, fue criado por sus abuelos paternos en el lugar de A Argueira. A los 12 años marchó en una cuadrilla de segadores a Castilla y a los 14 emigró a Madrid y se puso a trabajar en una panadería. Con los años compró su propia tahona en la céntrica calle Espíritu Santo y llegó a tener tres más. Tras fallecer su primera mujer, se casó con la leonesa Cristina Sanmartín García que tenía una casa de comidas en Lavapiés. Antes de la guerra fue candidato a concejal por el Partido Monárquico y presidente del Sindicato del Pan y consejero del Consorcio de Panaderías de Madrid. Y, tras la contienda, en los años 40 donó al Asilo de Ancianos de Mondoñedo y al Hospital San Pablo doce camas a cada uno con ajuar completo y en los 50, tras tocarle la Lotería, hizo otros donativos a la Iglesia. Murió en Madrid, sin descendencia, en 1962, a los 73 años.

martínfvizoso@gmail.com