
La nieta del gran pintor Fernando Álvarez de Sotomayor recuerda su infancia
22 jun 2014 . Actualizado a las 12:24 h.Me han pedido que escriba algo sobre mis recuerdos de Bergantiños y me dispongo gustosamente a hacerlo, pese a resultarme muy difícil convertir en palabras más de 60 años de vivencias en esta querida tierra. La primera sorpresa que siempre me asalta cuando vuelvo es el incomparable olor, mezcla de mar, tierra húmeda, lluvia y eucaliptos, propio de la zona, ese que al no percibir en otro lugar, me evoca de inmediato los recuerdos de mi niñez en nuestras venidas desde Madrid en tren, que eran toda una odisea. Llegábamos a A Coruña, donde cogíamos un autobús que se llamaba, si mal no recuerdo, «se podo chego», con destino a Carballo y Buño, donde nos esperaba Tino con su carro para acercarnos a Xornes (Sergude), donde estaba la casa familiar.
Tumbados en el carro boca arriba, encima de las maletas, baúles, etcétera, nos sentíamos felices mirando los campos, el cielo, los campesinos segando y los rapaces cuidando el ganado. A veces las gallinas con sus polluelos se cruzaban por el camino y las vendedoras de pescado, que con su cesto en la cabeza parecían cariátides, de rectas que andaban, nos saludaban al paso, pues ellas venían de Malpica a vender su género por las aldeas. No olvidaré la impresión que me causaban, pues me parecía titánico el esfuerzo que hacían, dado el peso que soportaban, algo parecido a las mujeres cuando llevaban a lavar la ropa al río?
Saludando a los coches
Poco después hicieron la carretera, pero pasaban tan pocos coches que una de las mayores diversiones que teníamos cuando hacía buen tiempo era tumbarnos en ella y mirar al cielo para ver las formas que dibujaban las nubes. Esta actividad contemplativa podía durar horas y horas, hasta que sentíamos en el asfalto unas vibraciones que anunciaban el coche que se acercaba, así que corríamos al arcén para verlo pasar y saludarlo con entusiasmo, esperando la respuesta del claxon del conductor. Después volvíamos al asfalto a seguir contando nubes y de esa manera dejar pasar la tarde lentamente.
Como la vida en la aldea era muy tranquila, otra de nuestras diversiones era acercarnos andando los tres o cuatro kilómetros que nos separaban de Buño al taller de un oleiro, cuyo nombre he olvidado. Allí disfrutábamos horrores amasando el barro y haciendo nuestras creaciones, que él cocía después para que lo pintáramos al día siguiente. Creo que todavía conservamos alguna de esas piezas rústicas en el cabás de la Casa de arriba. También era una gran fiesta la época de la trilla, pues todos teníamos que trabajar en la aldea, yendo de casa en casa y celebrando al final una gran comida y cena con tortilla de patacas, empanada, sardiñas... Nosotros pensábamos que éramos imprescindibles para ayudar al trabajo, aunque imagino hoy que sobre todo enredábamos más que otra cosa. Aun así, jugábamos nuestro papel y a los del lugar les hacía mucha gracia nuestra seriedad voluntariosa.
Domenico Modugno
Otras veces, mi hermano Fernando iba feliz en el caballo de Tino al molino de Verdes, donde se molía trigo para más tarde hacer con él pan en el horno de nuestra lareira y, si en el camino, al anochecer, se cruzaba accidentalmente con el lobo, llegaba a casa excitadísimo y con el deseo de volver al bosque para cazarlo. Todos le seguíamos la corriente pero después de la cena se iba a la cama para continuar su cacería en sueños. Entre las mil anécdotas que recordamos, una especialmente divertida es la protagonizada por una joven que los veranos venía a echar una mano a mi abuela Pilar en las labores de la casa, y disfrutaba mucho escuchando en la radio música de los años 50. En aquellos tiempos estaba de moda el cantante italiano Domenico Modugno y ella al trasladarlo al gallego, pensó que era «o médico do Buño» y con esa convicción se fue a ver al doctor de dicho pueblo para que le vendiese dedicado uno de sus discos. Él, amigo de mi abuelo, nos lo contó después muy divertido y esta historia ocupó muchas sobremesas de aquel largo verano.
«Tumbados en el carro boca arriba, encima de las maletas y baúles, nos sentíamos felices mirando los campos»
«Pensábamos que éramos imprescindibles para ayudar, aunque imagino que sobre todo enredábamos»
Recuerdo también un día de playa en Balarés con mis padres, que tuvo al final una gratísima sorpresa. Mi padre decidió construir un castillo de arena y todos le seguimos entusiasmados. De pronto, mientras cavaba, topó con algo duro que pensó era una piedra y al profundizar con manos y palas, comprobamos que se trataba de un cañón enorme. Pedimos ayuda en una de las pocas casas vecinas y gracias a un carro tirado por bueyes, pudimos sacarlo y sorprendernos con su enorme tamaño. Resultó ser de la época de Napoleón y acabó expuesto en un museo de A Coruña, cosa que a todos nos llenaba de orgullo, pues habíamos sido sus descubridores. Supongo que todavía quedarán restos de dicho naufragio bajo la blanca arena pues, que yo sepa, no se ha vuelto a cavar en ella.
Una de las imágenes que más me conmueven en el recuerdo es la estampa de mi abuela Pilar haciendo encaje de bolillos a la manera de Camariñas y mi abuelo dirigiéndose al estudio después de una mirada cariñosa hacia ella. Aquel estudio estaba vedado a todos salvo a sus nietos, pues cuando entrábamos a verlo siempre nos recibía con una sonrisa y nos ilustraba sobre las personas que aparecían en el cuadro que, casi siempre, eran nativos de Sergude. Creo que aún no existe una familia en el lugar, que no tenga alguno de sus miembros retratado por él. Amaba tanto esta tierra que consiguió transmitírselo a mi padre y a todos nosotros, aunque no creo que lleguemos nunca a igualarle en su incondicional amor.
Hace unas semanas volvimos mi hermana Myriam y yo, y como de costumbre, el campo estaba precioso. Myriam vive en Canarias y no puede venir con la asiduidad mía, y por lo tanto en sus contadas visitas se deja arrebatar por un sentimiento de nostalgia. Esta vez, al llegar me dijo: «Este olor es inconfundible, pueden pasar siglos, pero él permanece siempre en nuestra memoria». Yo pensé que era verdad, pues pese a los cambios de nuestras vidas y las nuevas comunicaciones que nos facilitan las venidas, siempre percibimos en esta bella tierra un sentido distinto del tiempo, que nos hace recordar el viejo carro de bueyes con el que Tino nos acercaba en la niñez a la casa de nuestros sueños.
Maya Álvarez de Somatayor León (Madrid, 1949) es crítica de arte y nieta del pintor Fernando Álvarez de Sotomayor y Zaragoza. Con sus hermanos, pasó inolvidables veranos en el refugio familiar de Sergude (Ponteceso), donde su abuelo creó algunos de sus mejores cuadros.