Pescadores gallegos en Cuba

AMÉRICA

Los barcos-vivero, de regreso de la pesca en el Golfo de México, con sus velas desplegadas y el vientre repleto de chernas, pargos y serruchos, enfilaban la angosta bahía de La Habana.

07 abr 2014 . Actualizado a las 10:36 h.

Toda esta historia -la epopeya de la pesca en el Golfo de México, la fisonomía del barrio marinero de Casablanca, el asentamiento de Peixiño- está tejida con juncos gallegos. Durante más de cien años, viveros y casas, veleros de bodegas permeables para mantener los peces vivos y rústicas barracas arracimadas en la orilla de la bahía habanera, semejaban una extensión de las rías de Ares y Ferrol. En aquellos buques y en aquel enclave incluso los pescadores cubanos y canarios, contagiados por el verbo de la mayoría, se expresaban en gallego.

Los mimbres para reconstruir la odisea los proporcionan plumas ilustres. El cubano Alejo Carpentier, en El amor a la ciudad de La Habana, crónicas de su reencuentro con la isla tras varios años de permanencia en París. Xosé Neira Vilas, extraordinario reportero en Galegos no Golfo de México, que recoge los testimonios de los últimos supervivientes de Peixiño. José Antonio Vidal Rodríguez, en su estudio sobre la emigración gallega a Cuba. Xavier Alcalá, quien un día viajó a Casablanca en busca de las huellas del abuelo Remigio. Ernesto López Naveiras, con sus indagaciones sobre los emigrantes aresanos -de Caamouco, sobre todo- que nutrieron aquella colonia.

DE PEIXIÑO al YUCATÁN

Los orígenes de Peixiño, laberíntico grupo de barracas que ocupaba una lengua de terreno entre el mar y la vía del tren de Casablanca a Matanzas, son inciertos. Neira Vilas asegura que la primera cantina del barrio la abrió, en la lejana fecha de 1802, el ferrolano José Rivas. Se sabe también que, a partir de cierto momento, las chabolas eran propiedad de un tal Lourido, un aventurero lugués que, libreta en mano, cobraba las rentas personalmente, casa por casa. Leopoldo Blanco, apodado Caseiro -era hijo del «caseiro das Pezoas», aldea de Caamouco-, que dejó cuarenta años de su vida en Peixiño, recordaba en su vejez al personaje: corpulento, de piel oscura, mal encarado y de mirada aviesa, Lourido vestía pantalón blanco, «camiñaba a trancos» y fumaba en pipa. Su figura aparece rebozada de leyenda. De él se decía que convivía con dos mujeres en La Habana vieja, que había matado a un hombre para robarle monedas de oro escondidas durante las guerras mambís y que había sido patrón de un vivero dedicado al contrabando de ganado.

De los pescadores gallegos que, en oleadas sucesivas, poblaron Casablanca, algunos -pocos- hicieron fortuna. La saga Casteleiro simboliza la cara risueña del éxodo. A mediados del siglo XIX, el armador Manuel Suárez Casteleiro, natural de Redes, se había establecido en la bahía habanera. Al alborear la centuria siguiente, su sobrino Pancho Vilar Casteleiro era propietario de una sociedad naval -flota pesquera, astilleros e industria de jarcia- que El Eco de Galicia consideraba «la más fuerte de su signo en todas las plazas de América». Y en 1916, otro pariente, el potentado Segundo Casteleiro Pedrera, funda la Compañía Cubana de Pesca y Navegación, la tercera pata del triunvirato que conformaba el poderoso trust cubano del pescado. En las 49 goletas-viveros y buques a vapor de esta naviera, que además disponía de muelle propio, almacenes y viviendas marineras en Casablanca, hallarían empleo cientos de emigrantes de Ferrolterra.

La epopeya, no obstante, la protagonizan miles de marineros anónimos que, en campañas de quince a veinte días sin tocar puerto, tratan de arrancar su escuálido sustento a las aguas traicioneras del Golfo de México, infestadas de tiburones y plagadas de peligros.

Jóvenes pescadores, a bordo de enormes piscinas flotantes, que faenan en los caladeros del Yucatán o los cayos de Florida. Y que sin mapas ni sextantes, como advierte Alejo Carpentier, «tutean a las corrientes, leen en las nubes, escuchan los consejos del viento y conocen, gracias a referencias dadas por la sonda, el aspecto y la naturaleza de todos los paisajes submarinos». Hombres acostumbrados al peligro, expuestos a los caprichos del viento y a olas como catedrales, que juran en gallego en medio de la tormenta. «Os perigos -recordaba Caseiro, ya ciego en el ocaso de su vida, siempre fiel a su chabola de Peixiño- viaxan con un milla tras milla e acabamos por afacernos a eles como no circo se afai á corda abaneante o home do trapecio».

EL CICLÓN DEL 26

El Caribe está preñado de huesos gallegos. Pero la muerte acechaba también en el puerto. Aún sobreviven algunos testigos del espantoso ciclón que el 20 de octubre de 1926 sacudió la isla de Cuba con un saldo de 600 muertos. Cuando el eco de la catástrofe atravesó el Atlántico, La Voz de Galicia tituló en portada: «En Redes quedan nueve familias en la miseria». Era solo un recuento de urgencia: las víctimas en la colonia de pescadores gallegos se contarían por decenas.

Manuel Varela Casteleiro aún no había cumplido entonces quince años. Su testimonio de la tragedia, vertido medio siglo después de producirse, estremece. Recién llegado de Galicia, vivía con su padre y su hermano Francisco en un chafarís de Peixiño. Al desencadenarse la tormenta, los corrieron a refugiarse -«aquelo foi unha tolada», dice- en el vivero Josefa do Chao y desde el barco asistieron al dantesco espectáculo que se desarrollaba en la bahía de La Habana.

En medio del diluvio y zarandeados por vientos de 230 kilómetros por hora, todas las embarcaciones iniciaron el frenético baile de San Vito. El vivero Coruña, de la flota de Segundo Casteleiro, se hundió de inmediato y se ahogaron once de sus doce tripulantes, todos ellos de Redes. El Cerdido corrió la misma suerte, al igual que varios buques de la Armada cubana y el yate presidencial. El Máximo Gómez, un viejo buque utilizado como presidio y atiborrado ese día de putas francesas, rompió amarras y se convirtió en letal proyectil. Volaban caóticamente las arboladuras y se multiplicaban los cadáveres entre el amasijo de hierros y maderas. Un marinero de Caamouco, agarrado a una tabla durante horas, logró salvarse: «Sacárono case morto e co peito esfolado». Los pescadores gallegos bajaron aquel día al infierno. «Quedounos un amarguexo no corazón para sempre», confesaba Varela Casteleiro.

Arriba, en el grabado, barrio de Casablanca en el siglo XVIII. A la izquierda, Leopoldo Blanco, «Caseiro», natural de Caamouco y morador de Peixiño durante más de 40 años, cuyo testimonio recoge Xosé Neira Vilas en su libro «Galegos no Golfo de México» | archivo