Carboneros gallegos en Cuba

ACTUALIDAD

No le faltaba detalle, ni lujo, ni magnificencia a la casa del indiano. Por algo la denominaban la Casa Grande de Redes...

27 abr 2014 . Actualizado a las 19:16 h.

No le faltaba detalle, ni lujo, ni magnificencia a la casa del indiano. Por algo la denominaban la Casa Grande de Redes. La levantó en 1919 Luciano Rojo, almacenista de carbón en La Habana hasta que, colmados los bolsillos, retornó al lar materno. La leyenda dice que su mujer, Josefina del Río, A Cubana, quiso pavimentar el salón con pesos de oro y que las autoridades impidieron la profanación: nadie debía pisotear la efigie del prócer grabada en las monedas. Después, al matrimonio se le torció la fortuna y la ruina llamó a su puerta. Solo quedó en pie, pero ya en manos ajenas, la espléndida mansión.

Al caserón de la Cubana, con ínfulas de palacete revestido de rojo llameante, impresionante galería lateral de veintiún metros, balaustradas de hierro forjado, vidrieras polícromas y maderas nobles, acudía la crema de la sociedad coruñesa en los felices años veinte del siglo pasado. Las fiestas y saraos celebrados en sus salones, o en sus extensos jardines -la superficie de la finca supera los 5.000 metros cuadrados- de exótica y exuberante vegetación tropical, marcaron época en la zona de Ares. Pero todo eso sucedió después del carbón -miles de toneladas que alimentaron los fogones de La Habana- y antes de que los pródigos anfitriones desbaratasen los pesos amasados en Cuba.

ALMACENISTA DE CARBÓN

Luciano Rojo López nació en Redes en 1880. Como tantos otros aresanos y mugardeses de la península de Bezoucos, emigró de joven a Cuba. No parece, a tenor de algunos indicios, que su familia tuviera especiales dificultades para ganarse la vida. Su padre, Valeriano Rojo Cabalo, está considerado el introductor del fútbol en Redes, deporte iniciático que descubrió durante sus años de estudiante en A Coruña. La llama prendió y, andado el tiempo, en Ares nació -y allí reside hoy- una leyenda del fútbol español: Marcelino, el autor del mítico gol a Rusia que proporcionó a España la Eurocopa de 1964.

A Valeriano lo encontramos de nuevo en 1911, como vicetesorero de la Agrupación Instructora de Redes y Caamouco, entidad promovida por los emigrantes en Cuba con el propósito de fundar una escuela en la parroquia de Caamouco. El edificio de la agrupación fue construido por José Calvo, contratista de obras local que, años más tarde, también levantaría la Casa Grande del indiano.

Para entonces, Luciano Rojo ya disfrutaba de una sólida posición en La Habana, cimentada en el negocio del carbón. Estaba asociado con Francisco Aponte Freire, un gaditano que llegó a Cuba en la época colonial y, después de 27 años de residencia en la isla, falleció en A Coruña en 1921. La compañía Aponte y Rojo, con oficinas en el muelle de La Habana y depósitos en Regla, era uno de los principales distribuidores de carbón vegetal en la capital cubana. De sus almacenes salían cada mañana decenas de carboneros que, en coches de caballos de la empresa o arrastrando pesadas espuertas a la espalda, voceaban la mercancía por las calles y surtían de combustible a las cocinas y estufas de la ciudad.

lino novás, EN LA MANIGUA

Luciano Rojo encarna la cara del éxito en una actividad económica con fuerte marchamo gallego. Según el profesor Vidal Rodríguez, «todavía en vísperas de la Revolución [castrista] la gran mayoría de los carboneros de la manigua y los manglares, y la casi totalidad de los repartidores y propietarios de los almacenes de carbón, eran gallegos». La fortuna, sin embargo, sonrió a pocos. Menos aún a quienes, en el arranque de la cadena productiva, talaban árboles y producían carbón en los parajes más inhóspitos de la isla. «Seres humanos convertidos en bestias», los define el investigador cubano Henry García González, en un estudio que subtitula «Gallegos carboneros de La Ciénaga de Zapata». Un relato espeluznante y autobiográfico de aquel oficio lo escribió Lino Novás Calvo, un joven de Mañón que, antes de convertirse en gloria de las letras cubanas, fue carbonero en Cayo Largo.

Novás Calvo formaba parte de una cuadrilla de carboneros que, contratados por una concesionaria yanqui, llegaron al islote a bordo de una destartalada goleta. Una veintena de hombres, «de rostros desencajados y mirada perdida», con la misión de trasquilar la manigua a golpe de hacha. Todo se aprovechaba en el bosque tropical. Las maderas más duras -guayabo, yaya, uvero, guayacán- se troceaban y apilaban, en grandes conos, para ser carbonizadas. Y las maderas preciosas -caoba, cedro, majagua, carey de costa- se reservaban para las fábricas de muebles.

El trabajo era extenuante y los mayorales empleaban la fusta con fruición. Las fiebres, los cocodrilos y los culatazos de los capataces pronto diezmaron la cuadrilla. A las tres semanas habían muerto dos compañeros, uno de ellos el gallego Balseiro. Al tercero, el lenguaraz y contestatario Nico, le reventaron el estómago a culatazos: «Escupió sangre y se fue a la enfermería. A los cuatro días lo llevaban en parihuela a las cuevas». Su amigo Louro, un gallego cincuentón con el pellejo pegado a los huesos, le había aconsejado mayor contención verbal: «Cierra el pico, muchacho, que el aire tiene oídos». Después le tocó el turno al cocinero: la ingesta de pescado averiado, que a veces complementaba la dieta de galleta, tasajo y arroz, acabó con su vida. Lino Novás solo cumplió la mitad del contrato, que estipulaba ocho meses de trabajo. Cuando logró marchar, la cuadrilla inicial ya se había reducido en un cuarto.

CARA Y CRUZ

La Casa Grande de Redes y el relato autobiográfico de Lino Novás representan los dos extremos del negocio del carbón en Cuba. Simbolizan el anverso y el reverso del éxodo gallego: los pocos afortunados que lograron hacer las Américas y los muchos desgraciados cuyos huesos abonaron la manigua y los manglares. Todos ellos, triunfadores y derrotados a la par, protagonizaron la gran epopeya de un pueblo errante que buscaba su futuro al otro lado del Atlántico.