María Rosa Lojo, investigadora argentina hija de un exiliado republicano, desgranapara La Voz los estereotipos de los gallegos en el imaginario de la quinta provincia.
01 feb 2010 . Actualizado a las 13:19 h.Así: Gallegos de aquende y de allende (1884) se titulaba un artículo escrito por el prócer argentino Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), en el que el escritor, político y pedagogo sostenía brutalmente que los españoles debieran estarles agradecidos a los argentinos, porque les presentan un espejo empeorado de sus mismos vicios, y salvan así a España de ser la «última nación del mundo civilizado».
El duro juicio no solo se refería a los gallegos de Galicia (sus antepasados por vía paterna), sino a los peninsulares en general, englobados por el gentilicio del grupo étnico español más numeroso en la Argentina. Su dictamen marca una de las líneas dominantes en la construcción de un estereotipo de los gallegos que incluye todo lo hispánico y que ha perdurado hasta nuestros días. Deseoso de convertir el país donde había nacido en una nación moderna similar a Francia o Inglaterra, Sarmiento fustiga el analfabetismo, la sumisión al poder clerical, lo que considera atraso en cualquiera de sus manifestaciones heredadas de España. Y lo hace desde luego (como lo advirtieron Unamuno y Ricardo Rojas) con el dolido furor y la vehemencia empleadas usualmente por los españoles (y los argentinos) para hablar en contra de sí mismos.
Nuestra historia, señaló Borges, es también la historia de «un querer apartarse de España», de «un voluntario distanciamiento de España». Los ilustrados rioplatenses, en general, tomaron a Francia como modelo de cultura refinada, y a Inglaterra como paradigma de avance técnico y civilización. Nuestro país parece así olvidar sus deudas con el liberalismo gaditano en el que se nutrió San Martín (nacido en nuestra provincia de Corrientes, pero formado en España) y con tantos españoles que transmitieron cultura: desde la popular, que con el sustrato aborigen conformó la matriz básica identitaria criolla, hasta la de élite, que trajeron los numerosos profesionales, intelectuales, científicos y artistas llegados desde los tiempos de la Colonia.
«Godos», «maturrangos»
A partir del prejuicio antihispánico expresado en tiempos de la guerra independentista por motes como godos o maturrangos (los que no saben andar a caballo, supremo insulto si es proferido por un gaucho), a los que se suma el de gallego, dicho con desdén, se conforma una imagen negativa de los españoles abonada por el prejuicio antigalaico que llega desde la misma Península.
En la peor de sus acepciones, gallego connota torpeza, ignorancia, terquedad necia, sin tomar en cuenta que quienes venían eran impulsados, antes bien, por la curiosidad, la inquietud, el deseo de progreso económico y social, y de una mejor educación para sus hijos.
Los llamados chistes de gallegos suelen llevar las presuntas torpezas hasta lo inverosímil, y los peores de ellos son, paradójicamente, los más cercanos en el tiempo, cuando ya no hay inmigrantes de este origen que puedan corresponder a las figuras que pudieron haberlos motivado. En la literatura y el teatro del siglo XIX y parte del XX, los gallegos aparecen sobre todo en oficios poco cualificados: empleadas y empleados domésticos, dependientes de tienda (que con el tiempo ponen su propio negocio), obreros y changarines de todo tipo. Esto se ajustaba, en principio, a una realidad mayoritaria, pero también a una imagen anquilosada y fija, que ignoró a veces la gran movilidad social de los gallegos y sus descendientes. Dentro de la prensa, la influyente revista Caras y Caretas, si bien introduce como caricatura a un «proto-ícono galaico» de frente estrecha, pelo duro y negro, cejas juntas y barba cerrada (por lo general, ajeno al tipo étnico predominante), también muestra la cultura gallega como entidad original y diferenciada en el mapa de España, evidencia un conocimiento de la lengua, publica textos de sus literatos y exhibe las actividades de los gallegos de Galicia en todas las áreas de la vida social argentina: desde comerciantes a profesores, desde empresarios a jefes de bomberos, desde médicos a cantantes.
Una línea positiva en la visión estereotípica también se va consolidando paralelamente, asociada a la imagen gallega: la voluntad de trabajo y de adelanto, la lealtad, la honestidad a toda prueba, la franqueza, la bondad solidaria. A pesar de la importante inmigración de intelectuales traída especialmente por los exilios de la primera y la segunda Repúblicas, nunca llega a extenderse en el imaginario popular y estético la representación de los gallegos como referentes en lo artístico y lo científico. Ni aun en un momento de esplendor editorial que se les debe principalmente a ellos y que sin embargo el mismo Julio Cortázar, casado con una gran traductora hija de gallegos, cuñado de un notable poeta, y publicado por Paco Porrúa, no alcanza a reflejar en su literatura.
Sí, en cambio, se afirma una imagen que vuelve a brotar en todas las crisis argentinas: la del gallego como referente moral. Exponente por excelencia del trabajo honrado y sostenido, de la terquedad noble en pos de objetivos loables, de la palabra que se cumple, está siempre latente en el fondo de la memoria y emerge como un mandato para reprochar a los argentinos actuales que se haya traicionado esa invalorable herencia.
Ética tozuda
No es casual que en los muchos homenajes y en el gran duelo popular que siguió a la muerte del ex presidente Raúl Alfonsín, se recordara, sobre todo, con afecto y respeto, su ascendencia gallega, a la que se atribuían tanto su tozudez proverbial como su ética. Pionero del reconocimiento de los derechos humanos en el país, pese a no haber podido consumar el castigo a todos los responsables de los crímenes de la última dictadura, y no obstante el fracaso de su gestión económica, Alfonsín, que vivía en su piso de siempre y no guardaba fortunas malhabidas en cuentas extranjeras, fue percibido, con sus errores y limitaciones, como un trabajador de la política que había hecho con empeño, sinceridad y coherencia, cuanto estuvo en su mano.
Por lo demás, la literatura, el teatro, la prensa rescatan y aportan a la visión del colectivo un patrimonio de múltiples imágenes que exceden y matizan tanto la estereotipia positiva como la negativa. Así hemos intentado demostrarlo, con Marina Guidotti y Ruy Farías, en el libro Los «gallegos» en el imaginario argentino. Literatura, sainete, prensa (Vigo-A Coruña, Fundación Barrié de la Maza, 2008).
De todas estas imágenes, me quedo con la percepción que el periodista y escritor argentino Roberto Arlt tuvo de los gallegos de Galicia cuando los vio vivir, allende el mar, en su propia tierra. Demoledor de todos los prejuicios, Arlt captó de inmediato una profunda sensibilidad que ha escapado habitualmente, dice, a los preconceptos de los argentinos sobre los gallegos, a quienes motejan de brutos por envidia, ya que son incapaces de trabajar como ellos. Una de las formas de esta sensibilidad es la que llama «soldadura racial» entre el gallego y su paisaje. Puedo dar fe del acierto de su visión, simplemente porque mi padre la encarnaba.
Alma e inteligencia
Miembro de la generación de la Guerra Civil, en la que combatió del lado de la República, desencantado de las posibilidades de España para liberarse en el corto plazo del régimen franquista, se exilió en la Argentina, nación en la que pudo ingresar porque ya tenía allí dos hermanos. Aunque ansioso de modernidad y de progreso, como tantos miles de gallegas y gallegos que lo precedieron, su alma, que seguramente era vegetal, húmeda y densa como la niebla que cubre, en las mañanas de invierno las laderas de Barbanza, había quedado ligada a su paisaje, y así se vio, claramente, en sus días finales: Ya era viejo, pero sobre todo estaba enfermo. La inteligencia empezaba a deshacérsele. Una carcoma invisible le roía la precisión de los números y desarticulaba el orgullo de los pensamientos. Entonces podía escucharse, nítidamente, la voz del alma desde otro sitio. En pleno invierno austral, protegido solo con la ropa interior, se escapaba de la cama al jardín helado para pescar truchas con las manos en el río Coroño, del lado en que la sombra del bosque caía sobre el agua.
Gallega de aquende, en estas pampas, a más de veinte años de su muerte, mi alma comparte esa indisoluble condición vegetal. Nómada entre dos patrias, flota en el corredor que sobrevuela el mar de los endriagos y la va llevando de la pampa al bosque, parte y retorna.