GlobalGalicia

«Traballabamos a uns 3.454 metros de altura, chegaba a faltarnos o osíxeno»

Vimianzo

Marta López Carballo / la voz

«Algúns días non podíamos facer nada porque facía tanto frío que se che pegaban as ferramentas ás mans», recuerda Manuel Miñones, natural de Salto (Vimianzo)

30 Dec 2017. Actualizado a las 05:00 h.

En lo alto del Jungfraujoch, en plenos Alpes suizos, no se ve ni un solo pájaro. Ni una planta crece en ese puerto de montaña, que se alza a más de 3.400 metros sobre el suelo. Allí se construyó en los años ochenta el que sería entonces el hotel enclavado a mayor altura de Europa. Y en el proyecto participó Manuel Miñones, natural de Salto (Vimianzo, 1943), que vivió la experiencia con otros seis gallegos: «Estaba comigo neste choio outro home da miña mesma parroquia, un que era de Ponteceso, dous de Carballo, un de Pontevedra e outro máis que viña de Ourense».

Lo recuerda con claridad, pues durante tres años -1984, 1985 y 1986- compartió con ellos largos días de frío, nieve y viento que, en muchas ocasiones, paralizaban incluso cualquier labor. «A tres mil e pico metros de altura había neve todo o ano, polo que nalgunhas noites chegabamos incluso a ter 25 graos baixo cero», explica Manuel. Durante el día el clima se llevaba mejor, aunque el frío seguía calando en los huesos: «Foi difícil acostumarse, e máis tendo en conta de onde viñamos, pero se queriamos traballar era o que había».

Manuel sabía en lo que se metía. Cuando le ofrecieron el puesto estaba en España, trabajando para esa misma empresa. «Non me gustaba moito o que facía aquí, así que púxenme en contacto co encargado e díxenlle que quería volver para Suíza», recuerda. Como en su anterior localización estaba todo completo, la única alternativa era trabajar en la alta montaña, «onde non todo o mundo era capaz de aguantar». Lo aceptó sin dudar, en parte también por el suplemento salarial que ofrecían.

Cuando llegó, llevaban trabajando en el proyecto más de dos años, y se prolongaría otros tres más solamente para finalizar el esqueleto del edificio. «Eu traballei alí de encofrador durante todo ese tempo, cando marchei só quedaba acabalo por dentro: colocar baños, amoblar... Pero o groso da estrutura, de cinco pisos, estaban xa acabados».

Medio decenio hizo falta para alzar aquel hotel, enclavado en el denominado Top of Europe (Cima de Europa). Había semanas enteras en las que era imposible trabajar, puesto que la nieve era tan espesa y las temperaturas tan frías que ni las propias máquinas cumplían bien su función. «Algúns días non podíamos facer nada porque se che pegaban as ferramentas ás mans», indica Miñones, y no solo eso, sino que soportar esas condiciones de forma diaria hacía mella en la salud de los albañiles: «Traballabamos a 3.454 metros de altura, chegaba a faltarnos o osíxeno».

Lo que para ellos era un auténtico fastidio -se tienen encontrado con 80 centímetros de nieve en pleno mes de agosto, habiendo dejado la obra impecable la noche anterior- para los más de 2.000 turistas que subían diariamente en verano a la montaña, era el mayor atractivo que podía haber. «Aquilo era moito conto, chegaban centos deles no tren tódolos días. ¡E veña a sacar fotos!», evoca sonriente. La mayoría eran asiáticos, dice el vimiancés, aunque venían de todo el mundo a montarse en el tren que subía a una mayor altitud del mundo o para conocer el famoso túnel de hielo.

¿Y como se habitúa un gallego al duro clima de los Alpes? «Pois con moita paciencia», recomienda Miñones, «se un quería traballar tiña que estar disposto a aguantar o que fose».

«Pasabamos o ano agardando o tempo de retornar, como auga de maio»

En los doce años y medio en los que Manuel vivió la emigración en sus carnes, se encontró con perfiles de todo tipo, pero sobre todo con muchos gallegos. «Penso que agora, por sorte, xa non hai tanto en Suíza como había antes, que ata se formaban centros e casas galegas». También había algún que otro helvético trabajando en la construcción del hotel de Jungfraujoch, aunque «ocupaban sempre os mellores postos»: encargados, palistas, jefes de personal, gruistas...

Pocos se expusieron a condiciones extremas como lo hizo la delegación de siete gallegos que trabajó por aquel entonces en la cima de los Alpes. Una revista de la época, con tirada nacional, incluso se hizo eco de su caso, titulando por «Siete albañiles gallegos con vocación de alpinista». Más que una vocación, reconoce Miñones, era quizá una obligación. «Pasabamos o ano agardando o tempo de retornar, como auga de maio». Estar lejos de la familia se hacía duro, sobre todo durante los fines de semana, en los que bajaban al pueblo y tenían más tiempo libre. «Pola semana estabamos nuns barracóns que poñía a empresa, que estaban uns 8 quilómetros máis abaixo do hotel. Pero polo fin de semana iamos para a casa de personal que había no pobo. Tiñas que facer algunha amizade, porque ao non ter con nós ás familias non era tan xeitoso», evoca.

Dado que en verano se concentraba el mayor volumen de trabajo, por el clima, principalmente, Miñones regresaba a Salto únicamente una vez al año, cuando llegaban las ansiadas Navidades. Bien aprovechadas, eso sí, aunque con pena por tener que volver. «Era duro», opina, una realidad que sigue azotando, aunque «con bastante menos forza».


Comentar