El fantasma de la xenofobia amenaza a Europa
Opinión
28 Mar 2014. Actualizado a las 10:11 h.
Si se materializa el proyecto del Gobierno alemán de expulsar a los inmigrantes sin empleo -aunque sean originarios de países de la Unión Europea- estaríamos ante un golpe mortal a los principios inspiradores de la construcción europea: la libre circulación de las mercancías y de las personas. La unión económica, el mercado único para las empresas y el capital, se ha desarrollado a gran velocidad y ya es una realidad desde hace años. Sin embargo, la unión política, y sobre todo la social, con un enorme retraso, está ahora bajo amenaza de un retroceso inaceptable.
La movilidad de la personas en Europa es cuantitativamente irrelevante: menos del 3 % de los ciudadanos comunitarios viven en un Estado diferente a donde nacieron. Y ahora desde Alemania, el corazón del proyecto, se quiere limitar todavía más. Es otra vez el triunfo de la Europa de los mercaderes, que desdibuja el proyecto de crear un nuevo sujeto político y social, los Estados Unidos de Europa, para volver a ser una zona de libre cambio, una unión aduanera, un espacio tan solo para el negocio.
Actúan contra los inmigrantes pobres, justamente los que más necesitan de la oportunidad para una vida decente que le pueden ofrecer los territorios más ricos. Porque la UE es un espacio desequilibrado, con enormes diferencias en niveles de riqueza, de bienestar y de empleo que ahora, con la crisis, se agrandan. Con economías como la española, con millones de parados, y otras, como la alemana, que necesitan trabajadores.
Es inaceptable que desde los países centrales de la Unión se impulse y acelere la ampliación de la UE -ya somos más de 28 países-, para restringir a continuación la integración de los nuevos ciudadanos. Esto es, se amplían mercados y se restringen derechos. Y siempre pagan los mismos: los inmigrantes pobres. Los subsaharianos que se estrellan contra las vallas de Ceuta y Melilla, los magrebíes que se ahogan frente a Lampedusa, los gitanos expulsados de Francia, los búlgaros y rumanos que no quieren en Alemania o Bélgica.
Y sin embargo, la inmigración es pieza básica del desarrollo y bienestar de los países ricos, sometidos a un proceso de envejecimiento poblacional que en el corto plazo solo pueden corregir con inmigrantes que, además, se ocupan de los empleos que los nacionales no quieren.
Lo saben Merkel y Valls, el ministro francés de Interior, Rajoy, el Gobierno belga, Cameron o las autoridades suizas. Y, sin embargo, a pesar de la evidencia, una ola de xenofobia reaccionaria vuelve, otra vez, a ensuciar a la mayoría de los países europeos, haciéndonos regresar a lo más negro de nuestro pasado.
Contra todo sentimiento humanitario, contra toda lógica económica, contra toda evidencia estadística, el discurso xenófobo, concentrando el odio hacia los inmigrantes más pobres, contamina de forma creciente la escena política europea. El auge de los partidos de la extrema derecha racista, como el Frente Nacional de Le Pen en Francia o el UKIP en Gran Bretaña, y el miedo a los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo entre los grandes partidos, están detrás de esta peligrosa corriente a detener ya, antes de que sea demasiado tarde y nos arrastre a todos por el camino de la ignominia.